jueves, 21 de febrero de 2013

INTRODUCCIÓN A LAS SEXTAS MORADAS

Período extático y tensión escatológica: el místico vive intensamente las realidades terrestres, pero en vigilante espera del encuentro definitivo con Cristo. Predominio de la vida teologal. Grandes impulsos de amor. Nuevo modo de «sentir los pecados pasados». Cristo presente «por una manera admirable, adonde divino y humano junto es siempre compañía (del alma)». «Heridas de amor». Desposorio místico. El alma queda sellada, en prenda de especial pertenencia a Dios en Cristo Jesús.

El cristiano de las moradas sextas evoca una serie de tipos bíblicos: Jacob y la escala cuyo último peldaño toca el cielo; Moisés y la zarza ardiente, gran teofanía de la divinidad; Pablo arrebatado al tercer cielo; la Samaritana invitada a beber el agua viva; el hijo pródigo ahora entra en el banquete de fiesta; la Magdalena, defendida por Jesús, la esposa

COMENTARIO AL CAPÍTULO 1

En el umbral de las Sextas Moradas: emoción religiosa

Al entrar Teresa en la exposición de las moradas quintas había tenido un momento de sobrecogimiento. Pluma en mano, se había puesto en oración para invocar al Espíritu Santo: «Enviad, Señor mío, luz del cielo, para que yo pueda dar alguna luz) a estas vuestras siervas», las lectoras del libro (5M1,1)
Había hecho otro tanto al adentrarse en las moradas cuartas del Castillo (4M 1, 1). Ahora, al acercarse a la tierra santa de las moradas sextas, repite el doble gesto: estremecimiento religioso e invocación del Señor de lo alto, «porque si Su Majestad y el Espíritu Santo no menean la pluma…», ella será incapaz de «decir nada», amordazada por la inefabilidad de las cosas que tiene que referir (5M 4, 11).

Importante. El gesto de Teresa no es un recurso o un adorno literario. Es latido irreprimible de su pluma ante el espacio religioso que tiene ante sí. Hablar de él es como entrar en él: exige una actitud de profundo respeto. Escribir de ello es un acto religioso de acercamiento a la zona de lo divino, latente y presente en lo hondo del castillo, en lo hondo del hombre.
Ese gesto es a la vez un aviso de alerta al lector. En las moradas sextas se le van a contar cosas fuera de serie: heridas de amor, éxtasis y otros fenómenos místicos. Incandescentes o fosforescentes. Dependerá de los ojos de quien lea, que mientras la autora adopta ese su emocionado gesto religioso, él no se abandone al curioseo de una lectura superficial que le impida entrar en contacto con el fuego sagrado de esas páginas.

La desmesura de las moradas sextas: ¿por qué?

Las páginas de las moradas sextas rompen de pronto la andadura simétrica y acompasada de la exposición. No solo son las más extensas del libro, sino que ellas solas ocupan más de un tercio de la obra. La Santa les dedica once capítulos de los 27 de que consta el Castillo. Como si, al evocar el período extático de su vida –allá entre los 43 y los 57 de edad–, no tuviera prisa en la exposición e intencionadamente se propusiera abundar y dar vuelos a su pluma.
Por qué esa desmesura? ¿Era exigencia autobiográfica o más bien se debía a la espera y exigencia coyuntural de las lectoras destinatarias del libro, de las que poco antes había escrito la Santa que casi «todas llegan a la contemplación perfecta, y algunas van tan adelante, que llegan a arrobamiento» (Fundaciones 4, 8). Porque esos «arrobamientos» y sus aledaños místicos van a ser el argumento de las presentes moradas sextas.

Pero no. Esa aparente desmesura de las moradas sextas tiene otra motivación. Es precisamente en ellas donde Teresa se propone reanudar el tema que había quedado truncado y mal organizado en su primer libro, el de la Vida. Lo había escrito doce años antes, cuando ella misma bogaba a media cota del período extático. Por tanto, sin experimentar ni conocer su entera singladura, y menos aún la función que a esa serie de gracias le corresponde en el proceso místico, como preparación al desenlace final de las moradas séptimas, que tampoco ella conocía al redactar las paginas de vida.
Por eso precisamente, al enfrentarse ahora con todo ese paisaje de gracias místicas, se propone reordenarlas de sana planta, y describirlas más atildadamente que en el remoto «tratadillo» de las cuatro maneras de regar el huerto del alma. Allí había desdoblado el tema en lo que designó como tercera y cuarta agua. Ahora aquellas dos jornadas las unifica en una sola morada del Castillo, que nosotros podríamos titular: «Período extático del proceso místico».

Ese enfoque de las páginas finales del Castillo (moradas sextas y séptimas, más de la mitad del libro), sugiere al lector una pauta de lectura. Sabemos que al titular la obra en la página inicial, Teresa le concedió honores de «tratado». Por tanto, el Castillo nació con aliento de exposición doctrinal, como un tratado de teología espiritual. Pero teología espiritual de corte y talante teresianos. Como soporte de la exposición doctrinal, la autora cimentó su Castillo sobre una plataforma subyacente de autobiografía personal. A la vez que exposición teológica, el libro debería contener la historia interior de la autora, su currículum espiritual, discretamente camuflado de anonimato.
Pues bien, a partir de ese momento el filón autobiográfico se refuerza y consolida. En realidad, estas moradas sextas son las vividas por Teresa en el castillo de su propia alma. Lo serán igualmente las séptimas, dos espléndidos jirones de su autobiografía, ahora codificados por ella dentro del esquema teológico del libro. Una lectura comprensiva de esas páginas obliga a empalmarlas con los anteriores relatos autobiográficos. Para estas moradas sextas, conectarlas con los respectivos capítulos paralelos de Vida (cc. 16-21 y 23-40). Y para las moradas séptimas, con la Relación 35 y las siguientes… Todo un arsenal de datos de alta vida espiritual. Pero en ninguno de esos escritos la codificación de experiencias místicas ha sido tan perfecta como en estas páginas de las Moradas.

El paisaje de las moradas sextas del Castillo

Antes de abordar la lectura del capítulo primero, concedámonos una pausa de oteo sobre el horizonte de las moradas sextas. Recordemos que desde el punto de vista autobiográfico, cubren un largo tramo de la vida de Teresa. En torno a los quince años de duración. Aproximadamente, desde sus 43 o 44 de edad hasta los 57. Son los años duros de su pugna con los teólogos de Ávila, que se niegan a refrendar la autenticidad de sus vivencias místicas. Los años de la promesa del «libro vivo» y de la transverberación del corazón. Años en que recibe la «misión» de fundadora y se le otorga la gracia de la más fascinante mariofanía. Período de alta tensión interior, de incontenibles ímpetus y deseos, de frecuentes éxtasis y arrobamientos. Es entonces cuando estrena pluma y carisma magisterial: compone el poema «Oh Hermosura que excedéis…», redacta Vida y escribe por dos veces el Camino. Años en que estrena también su papel de líder: funda su primer Carmelo, comienza las correrías de fundadora (Medina, Toledo, Valladolid…), conquista a fray Juan de la Cruz y lo envía a Duruelo, etc.

Será ese el paisaje que deberán reflejar las moradas sextas del libro. No todo ese centón de episodios pasará a las páginas del Castillo, sino solo las vivencias de calado interior que jalonaron la marcha o que marcaron los hitos salientes de esa larga jornada. Podríamos resumirlas así:

– Ante todo, ingreso en la noche; entrada y travesía de una larga escalada de «grandes trabajos» y pruebas purificadoras: capítulo 1;

– Tensión de vida teologal: amplio abanico de gracias y fenómenos místicos de todo tipo: ímpetus, hablas, éxtasis, vuelos de espíritu, visiones…: capítulo 2 y siguientes;

– Función salvadora de la Humanidad de Cristo, frente al peso de los propios pecados pasados: capítulo 7;

– Preludio de las moradas séptimas: «verdad» y «deseos». Dios es la suma Verdad, que coloca al alma en régimen de verdad (cap. 10) y de «unos deseos tan grandes e impetuosos» que ponen en peligro la vida: capítulo 11.

El capítulo primero: la noche de espíritu

Teresa no utiliza ese vocablo técnico de fray Juan de la Cruz, aunque sí conoce el simbolismo espiritual de la Noche. Pero aparte el vocablo y el símbolo, la realidad purificadora de la noche mística (oscuridad, pruebas, cruz…) es el primer dato, primer factor caracterizante de las moradas sextas. Al entrar en ellas, se produce «la herida» definitiva del alma. Es la primera afirmación del capítulo: «Pues vengamos con el favor del Espíritu Santo a hablar en las sextas moradas, adonde el alma ya queda herida del amor del Esposo y procura más lugar para estar sola y quitar todo lo que la pueda estorbar de esta soledad» (n. 1).

«La herida» del alma trae al lector casi inevitablemente una serie de evocaciones: el texto bíblico del Cantar de los Cantares «vulnerasti cor meum»; el maravilloso simbolismo sanjuanista del «ciervo vulnerado» y de «la regalada llaga»; el pasaje de la autobiografía teresiana en que la Santa cuenta la gracia del dardo con que el ángel la hiere el corazón…

De hecho, ya en Vida había contado ella la historia íntima de esa herida. Herida de fuego, producida por una extraña centella de origen divino, o por una saeta hincada en lo más vivo de las entrañas y que deja en pos de sí una «llaga» de la ausencia de Dios. He aquí un breve jirón de esa página autobiográfica:

«No ponemos nosotros la leña, sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos echan dentro para que nos quememos. No procura el alma que duela esta llaga de la ausencia del Señor, sino hincan una saeta en lo más vivo de las entrañas y corazón, a las veces, que no sabe el alma qué ha ni qué quiere. Bien entiende que quiere a Dios, y que la saeta parece traía hierba para aborrecerse a sí por amor a este Señor, y perdería de buena gana la vida por él. No se puede encarecer ni decir el modo con que llaga Dios al alma, y la grandísima pena que da, que la hace no saber de sí; mas es esta pena tan sabrosa, que no hay deleite en la vida que más contento dé. Siempre querría el alma estar muriendo de este mal… Oh, ¡qué es ver un alma herida!» (Vida 29, 10).

De todo eso hablará de nuevo en los capítulos próximos de estas moradas sextas (c. 2, 2-4, y c. 11) Ahora, sin embargo, en este primero, presentará uno solo de los aspectos de ese fuego de amor, el aspecto doloroso. La incandescencia del amor y de los deseos van a producir un primer efecto abrasador y purificador. Es la gran prueba, inseparable de la experiencia mística profunda. La que san Juan de la Cruz –quizá a la luz del caso de Teresa– describirá como noche del espíritu.

La Santa, aun sintiéndose incapaz de describirla a fondo –«porque es indecible», notará ella–, la propone en un esquema sencillo y trasparente. Se trata, según ella, de una prueba dolorosa y total a que es sometido el místico de forma exhaustiva: desde fuera y desde dentro de sí mismo; en su dinamismo psicológico, obscurecimiento e impotencia interior; en sus relaciones con los demás, total incomprensión y aislamiento; y en su relación con Dios, radical sentimiento de ausencia y desamparo.

Comienza por lo exterior (n. 3): incomprensión y acoso de amigos y asesores de espíritu. Tácitamente, Teresa aludirá al terrible período en que se la tuvo por posesa del demonio, se la privó de la comunión, se la obligó a «no pensar» en Cristo ni en su pasión, incluso a mofarse de la imagen del Señor y hacerle muecas («higas») cada vez que se le apareciese. «Yo sé de una persona que tuvo harto miedo no había de haber quien la confesase, según andaban las cosas…» (n. 4). «Cosas suficientes para quitarme el juicio», comenta ella misma (Vida 28, 18). Pues bien, ahora piensa que por esa zona de total demolición de las apoyaturas humanas tiene que pasar quien haga la travesía de las moradas sextas. Y sin embargo, esa tribulación «exterior» es solo el umbral de la noche.

Lo normal, cree ella, es pasar por el crisol de la enfermedad: «enfermedades gravísimas» (n. 6). No solo del cuerpo. Lo peor y más recio sucede cuando a estas se suman las crisis psicológicas: «porque descomponen lo exterior e interior de manera que aprietan al alma, que no sabe qué hacer de sí, y de muy buena gana tomaría cualquier martirio… (antes) que estos dolores; aunque en tan grandísimo extremo no duran tanto, que en fin no da Dios más de lo que se puede sufrir» (n. 6). También esto es puro recuerdo de su caso personal: «Yo conozco una persona (ella misma), que desde que comenzó el Señor a hacerle esta merced, que ha cuarenta años, no puede decir con verdad que ha estado día sin tener dolores y otras maneras de padecer, de falta de salud corporal, digo, sin otros grandes trabajos» (n. 7).

Por fin, lo más intenso de la noche: la prueba de la fe. Desolación y sequedad en la relación con Dios. Sentimiento de su ausencia, hasta verse precisada a gritar con el salmista: «Dónde está tu Dios», así había anotado en Vida 20, 11. Ahora describe esa situación de alma en tres pinceladas:

– Recuerdo sofocante de los pecados pasados, hasta «pensar que por ellos ha de permitir Dios que sea engañada» (n. 8).

– Sequedades en pleno mar de amor: «Es cosa insufrible, en especial cuando tras estos temores vienen unas sequedades que no parece que jamás se ha acordado de Dios ni se ha de acordar, y que como una persona de quien oyó decir desde lejos es cuando oye hablar de Su Majestad» (n. 8).

– Oscuridad en la mente y confusión en la fe, nubladas ambas por «los desatinos que el demonio le quiere representar…, porque son muchas las cosas que la combaten, con un apretamiento interior de manera tan sentible e intolerable, que yo no sé a qué se pueda comparar sino a los que padecen en el infierno… Está el entendimiento tan oscuro, que no es capaz de ver la verdad… La gracia está tan escondida, que ni aun una centella muy pequeña le parece ver de que tiene amor de Dios ni que le tuvo jamás» (nn. 9-11).

Ese crisol… ¿para qué?

Ya en la Biblia, Yavé es fuego; su acercamiento a Elías, por ejemplo, es torbellino y huracán y terremoto.

Teresa está convencida de que para recibir las joyas que al alma se le han de dar en la vida mística, es indispensable un lavado profundo del espíritu, desarraigándolo de tanta escoria como normalmente lo aqueja. Comenzó el capítulo advirtiéndoselo al lector: aquí, a la altura de las sextas moradas, «ya el alma queda bien determinada a no tomar otro esposo; mas el Esposo no mira a los grandes deseos que tiene de que se haga ya el desposorio, que aún quiere que lo desee más y que le cueste algo Bien que es el mayor de los bienes. Y aunque todo es poco para tan grandísima ganancia, yo os digo, hijas, que no deja de ser menester la muestra y señal que ya tiene de ella, para poderse llevar» (n. 1).

En definitiva, el para qué de la noche es en función de aquilatar los ojos para entrar en la luz del amanecer. Ya en un pasaje paralelo del libro de la Vida (20, 16), había escrito «que en esta pena se purifica el alma, y se labra o purifica como el oro en el crisol, para poder mejor poner los esmaltes de sus dones, y que se purga allí lo que había de estar en purgatorio».

Lo repetirá al final de las moradas sextas: «Oh válgame Dios, Señor, cómo apretáis a vuestros amadores. Mas todo es poco para lo que les dais después. Bien es que lo mucho cueste mucho. Cuánto más que, si es purificar esta alma para que entre en la séptima morada –como los que han de entrar en el cielo se limpian en el purgatorio–, es tan poco este padecer como sería una gota de agua en la mar» (6M 11, 6).

TOMÁS ÁLVAREZ OCD





           
          
      



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